dissabte, 7 de març del 2009

METRICA MOVIE: MOJÓN N6. Nadie escribe nada en las pizarras de los bares




(A los que les preocupan las clasificaciones y la nomenclatura, si es relato, poema, cuento, churro, media manga o mangotero. Me da igual, lo que me interesa es la intersección. Y sí, esto es un churro)


“Todos creen que van a alguna parte”

Carlos Vitale (Descortesía del suicida)

1.

Debajo de la farola, Sara miraba y repasaba la pizarra del menú como si fuera la lista de la compra o el eje de su tesis doctoral. Después, como de costumbre, fue al coche a coger el bolso que guardaba en el maletero, entre la rueda de repuesto y la caja de herramientas, y yo me quedé pensando en cada cuánto rescribirían las raciones y el precio con la tiza, si seguirían el mismo ciclo de un glóbulo rojo que muere cada quince días. Luego entré al bar y pedí una copa de vino, el primero, el segundo y pagué. Cuando abandoné el local, antes de emprender camino hacia la muralla o hacia el centro, o hasta la casa de mis padres o la de ella, aún era pronto para un güisqui y tarde para el café. Guardé la cuenta en la cartera y me hice un autorretrato en la puerta, con la pizarra de fondo. Casi sonreí después de posar. Desde hace poco, quizás dos días, colecciono los recibos de las comidas y las fotos de mi cara con el menú diario. Plastifico las cuentas y las coloco grapadas junto a las fotografías en un archivador con fuelle. En ocasiones, recopilo también noticias que leo en bares o restaurantes. Aquel día, me llevé uno de los periódicos que estaban colocados desordenadamente en una estantería de madera desconchada y que apenas se sostenía por la parte superior a una viga central roja que dividía en dos el local. En horario nocturno servía de barra americana para una streper belga que había venido de vacaciones y acabó quedándose a vivir. O al menos, esa era la justificación del dueño cuando alguien le preguntaba por el color del cilindro de cemento, en un local donde las paredes estaban pintadas de verde oscuro.

No me di cuenta hasta que anduve unos metros paralelo al espigón del puerto y el gregal subrayó el desorden del papel, arrancándome varias hojas de la mano que se desparramaron entre los bajos de los coches, que tenía páginas de diferentes diarios insertadas entre la portada y la contraportada. Por azar, porque las corrientes de aire en cualquier parte son las que rigen la cinética del mundo, el fragmento de actualidad que me interesaba estaba incluido en el ramillete de noticias que resistieron al envite del viento. En la sección de ciencia, unos científicos japoneses anunciaban el descubrimiento de que la intemperie afecta de forma selectiva el proceso de la memoria y erosiona el recuerdo. Creo que entonces, como un fogonazo, fue cuando me di cuenta que en los paseos de vuelta a casa de madrugada, mientras ella se iba a dormir a la playa, yo me quedaba delante de los chiringuitos y bares a ver si determinaba el instante en el que los propietarios modificaban el precio de las tapas o la oferta del día en la pizarra.

2.

Debajo de la farola, Sara, pero no me miraba. En mi magro bolsillo, dos euros. No más de lo que debía llevar el hombre que estaba enfrente mío y que apenas se reflejaba en el escaparate de una sastrería. De rostro enjuto, entradas prominentes y barba, vestía un traje polvoriento sin corbata y unas zapatillas de deporte. Coincidimos en tres calles seguidas, parándose a fumar en la puerta de cada bar. Después, cuando acababa el cigarrillo, giraba siempre en la primera a la derecha. En lugar de la vía del tren, la acera como hilo de Ariadna. Me recordó a Travis en Paris-Texas. No le he vuelto a ver, y Palma me sigue pareciendo un desierto sin arena.

Por algo será que, tras perder de vista al transeúnte de ficción, me alejaba de todo. El ejemplo es que encontré un trozo de muralla en una callejuela del centro de la ciudad detrás de la lonja, que no reconocí.

Hacía de medianil entre dos viviendas con jardín y garaje, fachadas pintadas de ocre y el techo de teja. Tenía las columnas del porche de marés. Un marés marrón claro, desdibujado por la lluvia y el salitre, un trozo de arquitectura mediterránea perdida entre el cemento y hormigón, un cable amurallado y dehiscente. En la pared, entre los huecos de las piedras que ejercían de contador de sílabas, se podía leer: está ciudad tiene más radiotaxis que sentimientos. La frase me sonaba también de algún concierto que había ido, en Ciudad de Méjico tal vez.

Al girar la calle, otra pizarra y otro menú. Esta vez las letras eran góticas, de color azul sobre fondo blanco, y ella no fue a buscar la cartera al coche. Yo entré, pedí una copa de güisqui y un plato combinado y pagué. No leí ningún diario. Durante la cena me concentré en la tesis doctoral de Sara. Quería construir un cementerio informático en mitad de la muralla. Sustituir alternativamente las piedras e incrustar en su lugar discos duros de ordenador con la biografía del difunto. Para consultarla, bastaría con introducir un USB y descargar los ficheros al portátil o a un dispositivo externo. Es posible que el trozo de pared antigua que había visto antes fuera su primer esbozo, aunque me olvidé preguntarle. A la salida, activé el modo nocturno de la cámara del móvil, y con la pizarra de fondo disparé.

Diez metros más allá, en un parque sin árboles, me senté en un banco, al lado de una escultura de metal de una casa invertida. Tenía el tejado de plataforma, el primer piso y la planta baja en la parte superior, y las habitaciones se podían ver a su través. En la placa, al pie de la terraza que daba al norte, no se identificaba ya ninguna palabra, a pesar de que la inauguraron hace dos días. Encendí un pitillo y saqué de la bandolera el fonendoscopio que había comprado en Tánger el verano pasado, cuando fuimos de vacaciones. Me desabroché el primer y el segundo botón de la camisa y me ausculté. Uno, dos, uno, dos, uno, dos-tres, uno, dos...La soledad debe ser eso, contar los latidos esperando oir las extrasístoles, o regar las flores de plástico, o encender un cigarrillo mirando una casa sin cimientos.

3.

Debajo de la farola, Sara borraba con un rotulador la luna.

No sé la hora exacta en que me abotoné la camisa, tampoco el tiempo que pasó hasta que cogí un taxi, ni siquiera, los motivos que me llevaron a volver a la habitación del hotel y desear que ella no estuviera dormida. El trayecto en coche fue un cuchillo afilado en mi recuerdo, el eco del embrague y los anuncios de ofertas de cruceros por el Adriático la banda sonora. Luis, el taxista, apenas hablaba. Con una gorra roja y un traje negro sin corbata, encendía un cigarrillo en un semáforo en rojo y lo tiraba en el próximo que se tenía que parar. Así hasta diez veces. Me dijo que lo hacía como método para dejar de fumar. Que un día, cuando llevaba a un agricultor de Sineu al aeropuerto, le contó que él lo había dejado mientras araba en el tractor. Que cada 50 metros, encendía y apagaba uno de forma alternante, y que además, cuando los lanzaba a la tierra deshilachados, le servían de abono. Aunque Luis llevaba poco tiempo probándolo, pensaba que era una trampa más, como los anuncios de la radio, y que los cigarrillos no abonan las carreteras. El resto del trayecto, las calles y edificios, continuaban alejándose progresivamente del coche, como la sonda Kepler urbana, como todo el día.

Antes de subir a la habitación, pregunté al recepcionista del hotel si tenían más grapas. Me dieron el recambio entero. Cuando subí y entre en la 408, la tele estaba encendida, sintonizada en un canal de cine. Natasja Kinski en un edificio con grandes ventanales abrazaba a un niño y Sara lo hacía con el alféizar de la ventana, su mirada de hace 48 horas y el cuerpo apelmazado en cenizas.

En la puerta del bar de la esquina, un hombre echaba humo por la boca y borraba con una gamuza las letras de tiza. Luego se subió a un chevrolet y dio gas a fondo.

Definitivamente, Sara se fundió con la luz amarilla de todas las farolas.



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