dilluns, 21 d’abril del 2008

OLEO SOBRE LIENZO 84 x 110 cm


Su objetivo era salir en la portada del Sports Illustrated, pero la vida le había llevado por caminos que raramente le conducirían a ella. La disociación física que tenía le causaba problemas existenciales, ya que tenía un cuerpo hecho para el rugby, pero un sistema respiratorio disfuncionante, con unos bronquios espásticos que se le cerraban más de lo que él deseaba [era un abonado a los broncodilatadores, el ventolin era su chupachups preferido]. Tenía un inconsciente modelado a base de series americanas de culto tipo M*A*S*H y libros de Conrad en el bolsillo. Con tal mestizaje orgánico, el destino, estaba claro, era fuera de la Argentina natal, y de entrada, no podía ser otro que el de algún país africano en guerra, por ejemplo, Somalia, o Showmalia (http://www.jordi-raich.com/Articulos/A25-Showmalia1992.pdf).

Había conseguido un apartamento, por decir algo, en el centro de Mogadiscio, o Mogadisney, la zona tal vez más tranquila de la capital, gracias a los contactos de su ONG con la guerrilla islámica. Después de la enésima entrada triunfal de los marines, con el plató móvil de la CNN a punto para rodar el evento [un homenaje teledirigido en pantalla plana a G. Bush Junior Junior Junior bis] el ambiente se había vuelto a enrarecer, y los desplazamientos por la ciudad eran de nuevo tediosos, un control cada dos kilómetros, y el consiguiente pago del impuesto revolucionario, que últimamente cotizaba a 20 dólares por parada.
Trabajaba en la ONG más popular y antigua de la zona, Médicos Fronterizos. Se encargaba de enseñar a los sanitarios del lugar el manejo y la utilidad de diversos aparatos de imagen que les serían útiles para determinar, por ejemplo, donde se alojaba la metralla, o detectar el flujo dentro de los vasos, y así poder clasificar a los enfermos por heridas de bala en: se puede hacer algo o ni lo intentes.
Llevaba más de cinco años fuera de casa y casi cuatro haciendo lo mismo. El trabajo le gratificaba, aunque empezaba a darse cuenta de que no ponía más que parches a unos neumáticos, que de antemano, nacieron para ser pinchados.

Cada vez le daba más al pisco que conseguía de estraperlo en el mercado negro y pasaba la mitad del día en una especie de nebulosa alcohólica de la que no había manera de salir. Por las noches, se enchufaba al satélite y se quedaba dormido mirando como Benton abroncaba a Carter por no pinchar bien la femoral, en aquel Chicago ventoso, de cafés para llevar y bares que no cierran de la serie Urgencias.


Empezaba a tocar fondo y necesitaba cambiar de aires. En el último número del Newsweek, leyó una entrevista a un filósofo revolucionario cubano, que como no, vivía en Miami. La oposición firme al régimen de su país le había llevado al exilio. Explicaba sus inquietudes y la necesidad de entender qué le pasaba a los humanos cuando se instalan en el poder tanto tiempo. No entendía como un gobernante que había sido el icono de una generación y que había tenido el apoyo de todo un pueblo, se convertiría años después, en un político déspota y tirano, alejado ya de todos sus principios, y también de sus finales soñados. En fin, sus palabras le cautivaron tanto, que le hicieron reflexionar en el hecho de que tal vez, la hora de cambiar de aires había llegado y enrolarse en la causa de liberar a un país, era tan buena y noble como diagnosticar balazos a moribundos.

Ya lo tenía pensado, cogería el siguiente vuelo para Frankfurt, y de aquí iría a Florida. Estaba dispuesto a enrolarse en la contrarevolución cubana y restablecer de nuevo las libertades en la isla caribeña.

Por cierto, su nombre era Ernesto, Ernesto Guevara.

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