dimecres, 11 de març del 2009

OLEO sobre A RARE PLACE


Recomendar algo desde este agujero temporal es como poner un anuncio en el desierto, aunque Travis se empeñe en recordarme que pasear por un lugar deshabitado concede el don de la ubicuidad. Hoy 11M, puede ser un buen momento para comprarse la última historia narrada de Ricardo Menéndez Salmón, El corrector. Dejo un pequeño fragmento que he escogido al azar de mis diez dedos hurgando entre 143 páginas.

"...hay muchas clases de hechos: existen los hechos - hechos, existen los hechos que sólo lo son a medias e incluso existen los hechos que no sucedieron"

y luego cada uno que elija.

Lo que sigue es la referencia en ABCD del 22 de febrero de 2009 - número: 891
(http://n4abc10.abc.es/abcd/noticia.asp?id=11489&num=891&sec=32)

¿Por qué se escribe?

Libros Por José María Pozuelo Yvancos.

He elegido un famoso título de Sartre, rememorado críticamente por Roland Barthes en 1970 desde la revista Poetique, para vindicar un concepto: para el autor de Mitologías, escribir es un verbo intransitivo. La última novela de Ricardo Menéndez Salmón sitúa en el centro de su sentido esta cuestión de los límites de aquello que llamamos literatura, novela, escritura. Ser intransitivo es una forma de decir que la literatura es aquello que no puede decirse de otra manera: una forma artística nos vincula a ella por estar más allá de lo que cuente, ser superior a la anécdota que la hace nacer, haber sido capaz de construir en ella unas frases reconocibles y que tocan el corazón o la cabeza de quien ha de leerlas quinientos años después de escritas.

Aunque sin nombrarlo, en la página 23 de su novela, Menéndez Salmón se refiere al gran Montaigne, quien en su castillo, entre cálculos renales, dialogaba con los otros escritores y no dejaba que el diálogo se viera empequeñecido por casi nada. Los cálculos renales del gran señor de la Montaña (así le llamaba Quevedo) son tan anecdóticos como importante fue su incomodidad y, sin embargo, muy poco de los Essais se ve aquejado por ellos (sí su diario de viaje a Italia, por cierto).

Diálogo empañado. Digo lo anterior porque en El corrector Ricardo Menéndez Salmón ha dejado que el diálogo que la novela emprende consigo misma y con otros escritores (están Camus, Thomas Bernhard, Virgilio y Platón, y la obra se inicia con Los demonios, de Dostoievsky), ese diálogo que en pintura ha hecho aparecer Rothko o en cine Godard, se ha visto empañado por la irrupción en él del señor Ángel Acebes, el señor Aznar López, Arnaldo Otegi o George W. Bush, cada uno con sus características físicas. Es como si en una conversación interesante, el anfitrión de la velada, que nos ha traído contertulios de calado como aquellos escritores y artistas citados, de repente nos hiciera fijarnos en lo que ha dicho o dejado de decir este o aquel otro efímero político que dentro tan sólo de quince años será (en lo que a literatura se refiere, ya lo es) una nota a pie de página inútil a los efectos de lo que en esa conversación estaban hablando los contertulios.

Esta novela creo que cierra una trilogía sobre el horror que en La ofensa y Derrumbe había tenido formas de representación más elípticas y sabias. El corrector entra de lleno en el terrorismo del 11 de marzo de 2004 en Atocha (Madrid) y en la suerte de mezquindades, mentiras y medias verdades que siguieron.

De Platón a Coetzee. El horror, el dolor mismo, la mentira deben ser intransitivos cuando son escritura literaria y entran en una obra de ficción. Otra cosa es el artículo, la declaración, la denuncia o la opinión. Y considero que esta novela de Menéndez Salmón paga el peaje de que el tema abordado obtuviera interlocutores y situaciones ubicables en muy distinto nivel, no ya del que merecen sus lectores, sino de lo que se merece él, uno de nuestros mejores escritores jóvenes. Y menos como cierre de una trilogía en cuyo centro ha situado un gran problema: decir el horror, el dolor, el límite. Platón inició un problema de representación, que el propio autor de esta novela continúa en su glosa a Spinoza y que, por fijarnos tan sólo en los últimos cien años, engloba también a Simone Weil, Primo Levi o Coetzee.

Camino de implicación. Es el momento de entrar en la que me parece la poética del autor, que no es otra que la que asalta a quien concibe la escritura como una ética y se pregunta por la fiabilidad del medio. Es una suerte que tengamos escritores jóvenes como Menéndez Salmón, que se atrevan a tanto, y que arranquen páginas excelentes sobre el sentido de escribir el sinsentido. Las autorreferencias con leve trueque a sus propias novelas anteriores y los álter ego que son Robayna y Vlad, plantean que Ricardo Menéndez Salmón se encuentra decidido a que su literatura sea un camino de implicación propia mucho más que estética. Ignoro si las que me parecen las mejores páginas, las amorosas de la última parte de la novela, y la tabla de salvación que plantean, son o no suficientes, y poco importa literariamente que lo sean en la vida; en la novela sí parece que proporcionan una salida al laberinto, y el lector las celebra, por lo bien escritas que están, y porque remontan el vuelo que aquellas otras partes circunstanciales de las mentiras del 11-M que habían aplomado la trama anteriormente.

Pocos hay más convencidos que quien esto escribe de que Ricardo Menéndez Salmón es un novelista que ha de darnos una obra importante. Se ve en lo que le importa, en lo que ha leído, en lo que reflexiona. Y también en que ha llegado a donde todo buen escritor llega alguna vez: a preguntarse por el sentido de aquello que hace. La respuesta puede que sea escuchar al lector, a los otros escritores, y atender a aquello que Montaigne hizo con los cálculos renales en sus Essais: distancia. La intransitividad que tan mal le interpretaron a ese Barthes de 1970, cuando estaba diciendo que la grandeza (y servidumbre) de la literatura está en que lo dice todo sin decirlo.




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